La luna es mi sol
La noche es mi día
La sangre es mi vida
Y tú eres mi presa.
Rhianna se despertó lentamente, y en el momento en que abrió los ojos, creyó que todavía estaba soñando.
Se incorporó, dejando las almohadas detrás de ella. Anoche, no había reparado en la habitación. Ahora, contempló el cuarto con jadeante admiración. Un papel a rayas azules y blancas adornaba la pared. Pesadas cortinas de damasco azul cubrían las ventanas; Una colcha a juego estaba doblada al pie de la cama. Había una alfombra gruesa en el suelo, tejida a rayas azules.
Estaba a punto de salir de la cama cuando oyó un golpe en la puerta.
-“¿Señorita Rhianna…?”
-"Sí, adelante".
Subió las sabanas hasta su pecho, mientras Bevins abría la puerta y entraba en el cuarto.
-"Lord Rayven me ordenó que esta mañana después del desayuno la llevara de compras.”
Rhianna asintió. -"Sí, eso me dijo”.
-"Le he traído unas ropas para ponerse" dijo, depositando una gran caja encima de la mesita de noche. -"Por favor baje a desayunar cuando este vestida.”
-"Así lo haré, gracias.”
-“¿Desea usted alguna otra cosa?”
Rhianna negó con la cabeza.
-"Muy bien, señorita. La espero dentro de ¿digamos media hora?”
-"Esta bien.”
-"A menos que desee desayunar en la cama".
-“¿En la cama?, no estoy enferma.”
Una leve sonrisa titiló en sus labios. -"Dentro de media hora, entonces" dijo, y dejó el cuarto, cerrando la puerta silenciosamente.
-"Desayunar en la cama" Rhianna murmuró sonriendo. "Imagínate eso…".
Levantándose, abrió la caja, maravillada al ver lo que había dentro. El vestido era de tafetán a rayas marrones y naranja, un cuello a juego y mangas abolladas. Un ramillete de flores de seda amarilla adornaba la cintura. Pasó sus manos sobre la ropa interior, incapaz para creer en su exquisitez. Era toda de fino hilo de algodón con delicados bordados en rosa, tan bonita, que deseó poder llevarla puesta por encima de la ropa. No había poseído unas prendas tan finas jamás en toda su vida.
Se vistió despacio, inspeccionando cada prenda. Pasó de nuevo la mirada alrededor del cuarto, esperando con ilusión poder mirarse en un espejo. En su casa, un espejo se consideraba un lujo más allá de su alcance, pero seguramente Lord Rayven debía tener muchos.
Era extraño, pensó mientras bajaba por las escaleras. Pero por otro lado, rumores de extrañas actividades en el castillo de Lord Rayven corrían por toda la ciudad. Unos cuantos decían que el lugar estaba embrujado; Otros que sabían de mujeres que habían ido allí y que nunca habían sido vistas de nuevo. Pero eran sólo rumores, y ella nunca había dado demasiado crédito a las habladurías. Después de todo, la gente decía que su padre bebía demasiado y que golpeaba a su esposa y a sus hijos, pero Rhianna sabía que eso no era cierto. Vincent McLeod podía no ser el más amable y cariñoso de los padres, pero tampoco era el monstruo que decían.
Cuando llegó a la planta baja, deambuló de habitación en habitación descubriendo: cielos rasos abovedados, paredes cubiertas de oscura madera, pesadas cortinas en las ventanas, costosos tapices y bellas pinturas en las paredes, numerosas estatuas y esculturas de plata, madera y bronce. Espadas cruzadas sujetas encima de unas macizas chimeneas de piedra. Alfombras caras importadas de lugares exóticos. Pero ningún espejo. Frunció el ceño. Tampoco había ningún reloj en la casa.
El comedor, como los otros cuartos de la casa, era grande, oscuro y costosamente amueblado.
Un gran mantel de fino lino cubría la gran mesa con un par de candelabros de plata situados en el centro. Unas cuantas velas blancas y delgadas iluminaban tenuemente el cuarto. Verdes cortinas de terciopelo cubrían las ventanas. Había una pintura de una escena de caza en una pared, era de una puesta de sol con remarcados rayos de luz de un color rosado rojizo.
Sólo había un servicio de cubiertos sobre la mesa. El plato era de porcelana china ribeteado con oro, el vaso para beber agua era de fino cristal, la cubertería era de oro. Asombrada ante tal opulencia, se sentó.
Momentos más tarde, Bevins entró en el cuarto, con una bandeja tapada. Cuando la destapó, una variedad de sustanciosos aromas llenó el cuarto. Había jamón cortado en rodajas, huevos escalfados, esponjosos panecillos, suave mantequilla, una jarra de mermelada de membrillo, un tazón de gachas de avena, fresas frescas y melocotones cortados en rodajas, y una taza de té.
-"Espero que todo sea de su agrado, señorita," dijo.
-"Oh, sí". Ella nunca había visto tal cantidad de comida junta. -"¿Me acompañará…?. ¿Querrá Lord Rayven acompañarme para desayunar?”
-"No, señorita".
Debería haberse sentido aliviada. En lugar de ello, sintió una oleada de decepción.
-“¿Desea alguna otra cosa señorita?”.
-"No, gracias".
-" Muy bien, señorita. Traeré el coche cuándo usted este lista para salir".
Rhianna asintió, abrumada por la riqueza de su alrededor, y la cantidad de comida presentada.
Desde luego, no se lo podría comer todo, pero probaría de todo un poco, y cuándo veinte minutos después se reclino en la silla, le maravilló ver que no quedaba nada. Se lo había comido todo.
Pasó el resto de la mañana en casa de Madame Sofía. Sin saber que telas y estilos elegir, Rhianna se sometió a los gustos de la modista, quién, después de tomar sus medidas, despidió a Rhianna con la promesa de que tres vestidos de día iban a serle entregados a la siguiente tarde, y el resto dentro de una semana, junto con toda la ropa interior necesaria, y todos los sombreros, zapatos, guantes, y parasoles que una señorita necesitaba.
La cabeza de Rhianna daba vueltas mientras regresaban al castillo.
Bevins preparó una comida abundante, y después de que Rhianna le diera las gracias, le sugirió que subiera a tomar una siesta.
Rhianna sonrió. ¡Una siesta en mitad del día! Nunca se había permitido ese lujo antes. Aunque sonaba tentador, pero no estaba cansada.
-“¿Podría dar un paseo por la casa?”
-" Desde luego señorita. Ésta es ahora su casa. Puede explorar cuanto quiera. Todos los cuartos están abiertos salvo los de la torre este”.
-"Gracias, Bevins".
-“¿A qué hora le gustaría cenar, señorita?”.
-"No lo sé. ¿A qué hora cena normalmente Lord Rayven?”.
-"Lord Rayven raramente cena en casa".
-"Oh". Sintió una nueva oleada de decepción al recordar que Lord Rayven le había dicho que no lo volvería a ver. Si bien la asustaba, también creía que era el hombre más fascinante que había conocido en toda su vida.
-“¿A las siete en punto, señorita?”
-“¿Qué? Oh, sí, esta bien. Gracias”.
Pasó el resto de día explorando el castillo y creyó que nunca encontraría el camino de vuelta, tantos eran los cuartos, escaleras y pasillos por los que anduvo.
Paseó por la parte más antigua, donde, en otros tiempos, había estado el granero y donde se almacenaban las cajas y barriles de provisiones.
El segundo piso alojaba los aposentos de los habitantes del castillo y las salas comunes. La cocina de Bevins estaba situada allí, junto a una despensa grande, y bien surtida.
Un pasillo conducía hasta un dormitorio donde dormían las doncellas del castillo. Se le ocurrió a Rhianna que su habitación, que era el cuarto más grande de todos los que había visto, por lo que debía de haber sido el aposento del Señor y la Señora del castillo. Esa seguridad le hizo preguntarse nuevamente donde estaba la habitación de Lord Rayven.
Paseó por otro corredor, contenta de que se le hubiera ocurrido traer una lámpara, pues los pasillos estaban muy oscuros. Nunca había sido dada a hacer volar la imaginación y no iba a comenzar ahora, aunque, si uno no creyera en fantasmas y duendes, el castillo de la montaña del Árbol del Diablo sería el lugar perfecto para empezar a hacerlo.
Hizo una pausa, admirando las pinturas y los suntuosos tapices que colgaban de las paredes.
El primer cuarto al que llegó era una biblioteca con más libros de los que podría leer en toda una vida. Rhianna pasó sus dedos por los lomos. Cogió un pesado volumen de otro estante y lo abrió, mirando fijamente y con admiración las letras delicadamente impresas en las brillantes paginas. Vio bellos dibujos de querubines y caballos alados.
Pasando las páginas, encontró dibujos de lobos, cuervos, murciélagos, y una esquelética figura con una capa negra, un ángel oscuro que sujetaba una calavera en una mano y un cáliz de plata en el otro.
Perturbada por las imágenes, cerró el libro y lo devolvió al estante.
Entró en un gran salón. Era un cuarto, dónde alguna vez debieron de haber cenado los dueños del castillo, estaba provisto de una larga mesa y una sola silla alta de madera negra. Mirando con atención, vio que el respaldo de la silla estaba labrado con formas que dibujaban la figura de un cuervo con las alas extendidas. Armas de todos los tipos imaginables, decoraban las paredes.
Un solarium localizado en la parte este de la casa estaba invadido por las plantas salvajes.
Distraída explorando el castillo, pasaron más de tres horas, sin que apenas se diera cuenta.
Permaneció algunos minutos en el cuarto de música, rozando con sus dedos las teclas amarillentas de un pequeño piano. A menudo había deseado saber tocar, pero no había tenido tiempo para aprender, ni a nadie que le enseñara. Sonrió al recordar que Lord Rayven le había prometido que recibiría lecciones de música. Una elegante arpa permanecía en una esquina del cuarto. Encontró un violín descansando en una caja polvorienta encima de una mesa igualmente polvorienta.
En el tercer piso, contó doce cuartos que dedujo una vez habían sido dormitorios para los niños del señor y sus sirvientes. Todos estaban vacíos, y cubiertos de una gruesa capa de polvo.
Subió otro tramo de escaleras y se encontró en un cuarto redondo que era la torre del castillo, desde donde se divisaba el río y el bosque a lo lejos.
Bajó varios estrechos y serpenteantes tramos de escaleras, y se encontró en una mazmorra. Arrugando su nariz por el olor a humedad y a moho sujetó su lámpara más alto y caminó unos pocos pasos, sus pisadas amortiguadas por el duro suelo de tierra. Largas filas de rejas de hierro delimitaban celdas a ambos lados del corredor.
Mientras permanecía en silencio, notó una repentina sensación de maldad.
Muchos hombres habían muerto aquí. Casi podía oír sus gritos resonando entre las grises paredes de piedra, saborear su miedo mientras encontraban una muerte violenta... .
Con un chillido de temor, cambió de dirección y salió de la mazmorra. Subió las escaleras de dos en dos, su corazón latiendo alocadamente mientras fantasmales imágenes inundaban su mente, imágenes grotescas de sangre y horror, de hombres siendo torturados, de terror y dolores intolerables.
Jadeaba cuando llegó a su cuarto. Cerró de un golpe la puerta, y echó la llave. Apagó de un soplo la vela, y se metió en la cama, intentando que su corazón dejara de golpear alocado y su pulso volviera a su ritmo normal.
No había nada malo en la mazmorra, nada de que temer. Solo era porque antes nunca había estado lejos de su casa y que junto con su vivida imaginación, la habían hecho correr asustada. Tenía suerte de estar aquí, en este lugar. Por primera vez en su vida, tenía un cuarto solo para ella, comida suficiente y bellos vestidos. Y, si debía creer a Lord Rayven, entonces cualquier cosa que deseara, la tendría.
Confortada por ese pensamiento, se quedó dormida.
Rayven estaba sentado delante de la enorme chimenea que dominaba su dormitorio, sus codos apoyados en los brazos del sillón, su barbilla descansando sobre sus manos dobladas. Estaba mirando fijamente las llamas, pero era la imagen de la muchacha la que llena su visión. Vívidos ojos azules, de un azul más profundo que el de cualquier océano. Bellos ojos azules, llenos de miedo. Pálidos labios rosados. Su piel del color de la miel silvestre. El cabello rubio dorado, que le recordaba la luz del sol que no había visto durante cuatro siglos.
Ella se había aseado muy bien, filosofó. Quizá demasiado bien. Nunca antes había traído a su casa a alguien tan joven, bella e inocente. Por un instante, pensó en enviarla de regreso. Pero fue sólo por un momento.
Miró hacia la ventana, pensando en la hora que era. A estas horas, seguro que ya estaría dormida.
Se humedeció los labios mientras se levantaba de la silla.
En un instante estuvo al lado de su cama. Por un momento, se quedó contemplándola, hechizado por su belleza, su inocencia. Dormía de lado, su mejilla descansando sobre una mano. Su pelo esparcido a través de la almohada como un rayo de luz, tentándolo a tocarlo.
Moviéndose lentamente, cogió un mechón de su pelo. Suave, pensó, era tan suave. Dejó que las finas hebras se deslizaran por sus dedos y luego, incapaz de contenerse, acarició su mejilla, dejó que las puntas de los dedos se deslizaran a lo largo de su delgado cuello rozando ligeramente el lugar donde su pulso latía acompasado y trago con fuerza. Un abrasador calor se filtro por las puntas de sus dedos. Ah, sí, tendría que ser sumamente cuidadoso con ella. Le despertaba mucho más que su odiosa hambre.
Mascullando un juramento, apartó su mano.
Ella se movió en la cama en el momento en que él se sentó a su lado.
-"Duerme, dulce Rhianna" dijo. -"Duerme tus sueños de muchacha”. Apartó un mechón de pelo de su cuello, posó sus manos ligeramente en sus hombros.
- "Descansa tranquila. No tienes nada que temer.”
Lentamente, dobló su cabeza hacia ella, su lengua acariciando su piel. Ella gimió suavemente cuando sus dientes rasparon su garganta.
-"Sueña, sueña, pequeña" susurró. - "No tienes nada que temer. Es sólo un sueño... "
A la mañana siguiente, Rhianna se despertó hambrienta y extrañamente adormilada después de toda una noche de sueño reparador. Al recordar que se había perdido la cena, atribuyo a ello la razón de su hambre así como también de su cansancio.
Al levantarse, se sintió débilmente mareada. -"Demasiado sueño y poca comida" masculló mientras deslizaba sus piernas sobre el borde de la cama y se levantaba.
Miró hacia el cordón del timbre, indecisa por llamar a Bevins, preguntándose si conseguiría alguna vez acostumbrarse a tener alguien que cumpliera cada uno de sus deseos.
-"Ningún momento mejor que ahora, para empezar a acostumbrarse a ello” razonó, y estiró el cordón.
Minutos más tarde, Bevins dio un suave golpe en la puerta.
-“Entre”.
-"Buenos días, señorita". La recorrió con la mirada, y Rhianna creyó ver una sombra de piedad en sus ojos, pero desapareció enseguida, y pensó que había estado equivocada.
-"¿Yo podría... ?, Esto es, me gustaría darme un baño, por favor.”
-"Enseguida, señorita. El agua esta calentándose.” Salió el cuarto, solo para reaparecer un momento más tarde, con una bandeja en sus manos.
-"Pensé que esta mañana le gustaría tomar el desayuno en su cuarto.”
-"Sí, me gustaría, gracias.”
-“¿Desea alguna otra cosa, señorita?”
Rhianna negó con la cabeza, preguntándose si él podía adivinar todos sus pensamientos
-"Su baño estará listo enseguida.”
-"Gracias, Bevins". Hizo una pausa, frunciendo el ceño. –“¿Cómo entró aquí"?
-"Por la puerta, por supuesto.”
-"Pero, yo... ¿Estaba cerrada con llave, no es verdad?” Miró hacia la puerta.- "Estoy segura de que anoche la cerré.”
-"Usted debe estar equivocada.”
Rhianna negó con la cabeza. -"No, estoy segura de que estaba cerrada con llave cuando me fui a la cama.
-“¿Se le ofrece alguna otra cosa, señorita?”
-"No, gracias".
Sintiéndose un poco aturdida, Rhianna apartó la bandeja y se levantó de la cama. Anoche estaba muy cansada. Tal vez no había cerrado con llave la puerta. Con una sacudida de cabeza, desechó pensar en ello de nuevo.
Tomó lentamente su desayuno, se dio un largo baño, y pasó más de una hora probándose sus nuevas ropas, deseando que hubiese algún espejo en la casa para poder ver como le quedaban.
Más tarde, le pidió a Bevins si podía conseguirle uno.
-"Lo siento, señorita," dijo Bevins, con expresión impasible, -"Su Señoría prohíbe tener ninguno en casa".
Rhianna frunció el ceño.-“¿Pero, por qué?”.
-"Lo siento, señorita. Me temo que esto es algo que debe discutir con Lord Rayven”.
-“¿Cómo puedo hacerlo, si nunca le veo?”
-"Lo siento, señorita. ¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer por usted?”.
-"Lord Rayven dijo que me enseñará a tocar el piano y a leer".
-"Estaría encantado de poder ayudarla, señorita".
Rhianna le sonrió. -"Gracias, Bevins. Me gustaría empezar esta tarde, si no le importa”.
-"Será un placer, señorita. Nos reuniremos en la biblioteca a las tres en punto.”
Durante las semanas siguientes, los días de Rhianna transcurrían en una placentera rutina.
Cuando el clima lo permitía, pasaba las mañanas paseando por el campo; si llovía, se quedaba en casa bordando. Como todas las jóvenes, enseguida había aprendido a coser o a reparar un desgarrón, pero nunca había tenido tiempo suficiente para sentarse y aprender lo que su madre llamaba "trabajo de fantasía".
Almorzaba tarde, tomaba una siesta, y luego pasaba el resto de la tarde bajo la tutela de Bevins. Le enseñó a tocar el piano; a leer, y a escribir. Y casi gritó de puro deleite la primera vez que escribió su nombre sin ayuda ajena. Rhianna McLeod. Señorita Rhianna McLeod. R. McLeod. Lo escribió una y otra vez, pensando lo bonito que se veía, lo maravilloso que era poder escribir su nombre. Después de cenar, pasaba una hora repasando sus lecciones, y luego se retiraba a dormir.
Una tarde antes de irse a la cama, le dijo a Bevins que desearía tener un huerto; Al día siguiente, encontró una gran variedad de semillas sobre un banco en el patio lateral.
A medida que los días pasaron, se dio cuenta de que Bevins era un hombre notable. No había otros sirvientes en el castillo. Bevins era el cocinero, el mayordomo, el ayuda de cámara, y el ama de llaves, todos en uno. Además, efectuaba las compras y hacia la colada, cuidaba las tierras y atendía a los caballos.
Nunca se entrometía en su privacidad, pero siempre estaba allí cuando lo necesitaba. Verdaderamente, era el hombre más asombroso que jamás había conocido.
Ya llevaba varias semanas en el castillo cuando comenzaron las pesadillas, eran sueños oscuros llenos de una sensación de inminente perdida, horribles sueños llenos de muerte y colmillos manchados de sangre. Otras noches, se despertaba sintiéndose querida y deseada, con su corazón latiendo alocadamente al recordar la imagen de una mano fantasma acariciando suavemente su mejilla, el contacto era extrañamente erótico. Y siempre, después de esos sueños, se despertaba cansada y hambrienta.
Expresó su preocupación a Bevins, preguntándole si debía ir a ver al doctor, pero él le aseguró que estaba perfectamente bien, que sólo era los cambios en el régimen de comidas y la atmósfera del castillo que le causaban desasosiego, y que pronto se adaptaría. Había piedad en sus ojos al decirle esto, y evitaba mirarla directamente.
-“¿Ocurre algo? Ella le preguntó. –“¿Hay algo que usted no me dice?
-"Estoy siendo tan honesto con usted como puedo, señorita".
-“¿Volveré alguna vez a ver de nuevo a Lord Rayven?”.
-"No lo sé, señorita. Espero que no" le contestó, y salió del cuarto.
Me ha envantado
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